Gárgolas insomnes

Diciembre 31 de 2008

En el segundo texto con Jaramar como pretexto, hice una evocación de Amparo Ochoa en el Museo Universitario del Chopo y, al día siguiente, desperté con tres versos en la mente: "Parecía sonreírme, como queriendo decirme: Mira, estoy lleno de nidos". Había pasado mucho tiempo
-imposible saber cuánto- desde la última vez que escuché esa canción, pero la memoria completó su letra bajo la regadera y supe que asociaba el recuerdo adolescente de aquel concierto en el Museo del Chopo con una exposición de "cartones" que tuvo lugar también allí a propósito de los árboles, quizá de la ciudad y quizás en su defensa (de los árboles, obviamente, y, en consecuencia, de la ciudad). En uno de los "cartones", alguien mataba a un árbol y otra persona le decía: "Te voy a acusar con Alberto Cortez".

El concierto de Amparo Ochoa y la exposición de "cartones" ocurrieron durante la época en que Los Hermanos Rincón se presentaban cada semana en el Museo del Chopo y yo era su tramoyista, pues no había nadie mejor en la familia para trepar a los árboles. Del concierto no escuché más que el final, cuando Radio UNAM dejó de transmitirlo o grabarlo, y siguieron entonces Los Rincón.

Alguna vez transcribí en mi primera adolescencia la nostálgica letra de «Mi árbol y yo» para aprender a rimar con esa estructura (antes de conocer y reconocer la maestría de Serrat) y, al hacerlo, dejé para siempre allí la cacofónica extensión de sus estrofas con versos octosílabos, entre los recuerdos estáticos, dormidos como aparente acumulación de olvido, que de pronto emergen del pasado al presente con sorprendente claridad... pero la disección mental del mencionado "cartón" parece más bien aleatoria, por no decir un delirio. Para empezar, aunque la exposición reunía el trabajo de varios autores, ese "cartón" es el único del que guardo memoria. Como un trauma en miniatura o invertido, quizá me impresionó que una idea de caricatura fuera tan asombrosamente ñoña. Lo seguro es que, mientras escribía la serie de entregas que, a partir de Jaramar, tenía como último fin ventilar los factores (causas y causantes) de que yo perdiera este año, tampoco dejaba de pensar en otra gran pérdida: la de los árboles que, también este año, desaparecieron de las delegaciones políticas Benito Juárez y Coyoacán, por lo menos hasta donde he comprobado, pues es de suponer que los tentáculos de las mafias madereras se extienden a otras demarcaciones de la ciudad y quizá más allá. El que no sale de las entrañas del monstruo y difícilmente lo hace de las mismas delegaciones, como si tuviera un arraigo umbilical cada vez más atávico, soy yo.

En su momento, me tentó la idea de un paréntesis porque además recordé que Elena Poniatowska habla en algún texto sobre sus caminatas por esta ciudad y, entre otros lugares, se refiere a Portales o Portales Sur como una colonia de calles arboladas. No creo que la escritora haya vuelto a caminar por aquí durante el año que hoy termina en silencio a mi alrededor y en ausencia de olores a vida cercana; un año trágico para los árboles de la ciudad y, en consecuencia, para todos los habitantes, incluyendo a los depredadores. Si Poniatowska volviera a caminar por estas calles encontraría una triste diferencia con la imagen que de ellas guarde su memoria, quizá también mermada, pero sus palabras al respecto han de estar por allí tal como las escribió, lo mismo que un testimonio gráfico... Además de lo que he dicho por mi parte hasta colmar el hoyo sin fondo que es a veces la memoria, urge hacer un registro gráfico propio, pues todo parece indicar que el año próximo será igual o peor...

En su momento, sin embargo, preferí que todo siguiera girando alrededor de Jaramar, con la equivocada idea de que yo terminaría por procesar mi frustración (la de perder un año más, en el cual haber conocido personalmente a la cantante parecía lo mejor, si no es que lo único rescatable, parecer que también resultó un error) y los lectores de este blog descansarían de mi obsesión por el ecocidio, al menos mientras durara la tregua y mi obsesión por Jaramar. Con la frustración de no haber procesado frustración alguna, terminó la tregua y mi obsesión por Jaramar. El holocausto ecológico estaba suspendido en Benito Juárez, pero no en Coyoacán, donde nunca se detuvo y ha sido igual de implacable y brutal, o más. Hacia el final de este año, los asesinos de árboles en Benito Juárez, al menos en Portales Sur, volvieron a la acción, y ahora resulta que el principal autor intelectual de la barbarie defeña no se llama Germán de la Garza, como denunciábamos, sino Marcelo Ebrard, quien, ya encarrilado, planea la destrucción de los camellones arbolados en Doctor Vértiz para que pase también por allí el metrobús. Eso es apenas un rumor que ha llegado a mis oídos, mientras acumulo tirrias aquí, pero hay que estar alertas.

Por lo pronto, en Coyoacán, el ecocidio se pone a tono con las costumbres y tradiciones del lugar, como la de embarrar gomas de mascar en determinados árboles, particularmente dos en la calle Cuauhtémoc frente a Banorte y uno en Avenida Centenario frente a Bancomer. Además de saturar con chicles los troncos de esos árboles hasta impedir que respiren de principio a fin de año, la gente del tipo que hace eso como si fuera un chiste, una broma, un juego, tortura con electricidad a otros árboles rodeándolos de cables y foquitos que prenden y apagan en temporadas como la que afortunadamente está por terminar. El paroxismo y la apoteosis de esa cursilería sádica alcanza el Record Guinness de la imbecilidad masificada sobre Centenario, entre las calles Viena y Berlín, donde la masa de imbéciles se congrega conmovida por lo bonito que se ven los árboles con luz resplandeciente de tanta bondad como la demagogia de las canciones que tenemos que padecer también en estas fechas. No hay peor temporada para los árboles que navidad, ni peores meses para mí que septiembre y diciembre.

La misma subcultura o mentalidad infrahumana de quienes electrocutan a los árboles con luminosidad en abundancia y les cuelgan basura es la de quienes embarran sus chicles en árboles con chicles embadurnados, es decir, en donde alguien haya puesto el ejemplo, haya sentado un precedente, haya tenido la "idea", como si no fuera suficiente idiotez mascar chicles... ¿Por qué no se los pegan en la cabeza y los dejan allí para que algún otro ser de su especie diga "¡qué buena onda!" y pegue también su miasma ensalivada, su porquería salivosa, estulticia como consenso o epidemia?

En ciertas épocas del año, los microcéfalos se identifican y unen su masa encefálica en cantidades que, así alcancen la inmensidad de una metrópolis, no hacen un solo cerebro pensante. La masa idiota engenta Coyoacán en estos días para que la suma de su insignificancia tenga como resultado una insignificancia gigante.

Significativos son los casos de protestas aisladas, las pequeñas historias de luchas que sostiene gente de avanzadas edades, para vergüenza de los "jóvenes", en defensa de áreas verdes, árboles y palmeras, en los barrios donde han vivido siempre y ahora los depredadores en el poder "mejoran la imagen urbana" con destrucción ecológica a gran escala. Cuando no es Luz y Fuerza del Centro, son particulares aliados con las delegaciones políticas o el desgobierno de la ciudad... ciudad de la esperanza de respirar más oxígeno que plomo en el futuro próximo. Y todo en aras de un vil negocio, irracional en la medida que si acaso tiene algún cálculo es el de la ganancia económica inmediata.

¿Qué valor tiene, a fin de cuentas, la vida de un árbol? ¿Quién la valúa? ¿Sus asesinos? ¿Cuánto gana gente como Germán de la Garza por cada árbol que sus cómplices matan o mutilan? ¿Diez pesos? ¿Cien? ¿Qué hacen con los restos o despojos de un árbol muerto? ¿Qué provecho tienen? ¿Cuánto reditúan? ¿La destrucción ecológica tiene además un costo económico por el pago a los asesinos materiales, costo con cargo al erario, obviamente, o sea, dinero de nuestros impuestos? ¿No es posible denunciar legalmente el asesinato de un árbol, como quien denuncia el asesinato de una persona? ¿Dónde puedo levantar un acta por la muerte de árboles centenarios en manos de presuntas "autoridades"?

Como ven, mi obsesión con este asunto no disminuye. Por el contrario... Cuando escribo para exorcizar un rencor, aflora otro. Retoña, como en un árbol talado, que yo también soy y por eso no he podido salir de la ciudad, mi sepultura, en donde vivo enterrado, porque ya eché raíces, pero "después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado". Con esos versos de «Soneto», de Francisco Luis Bernárdez, tan célebres o más que los de Alberto Cortez y su propio autor, espero despertar en 2009.

[] Iván Rincón 11:01 PM

Diciembre 21 de 2008

Adiós a Jaramar

Tema seis (segunda parte)

«A flor de tierra» es una colección de lugares comunes que se acerca a la perfección técnica / musical por un camino distinto y distante al de «Travesía», y se queda tan atrás de su futuro paradigma que, por la inclusión de «Flor de azalea» en una segunda versión dentro del mismo disco, la distancia parece deliberada. Con dos o tres excepciones de canciones que no me gustan ni disgustan, y esa en particular que resulta una burla, el principal mérito de «A flor de tierra» es el aspecto arreglístico; ocho piezas con arreglos que hacen confundir el ingenio con la genialidad, cuando en realidad se trata de maestría, es una gran ganancia. En segundo lugar, la voz de Jaramar está en uno de sus mejores momentos; la técnica transmite la emoción o el sentimiento, a diferencia de «Que mis labios te nombren», que es una fallida segunda parte de «A flor de tierra», pero con música mexicana únicamente y exceso de tequila, supongo. En tercer lugar, para ser puros refritos, la elección del contenido en general es bastante afortunada; la belleza está casada en esta casa con la vitalidad energética y el ritmo energetizante... aunque alguien como yo, cuya memoria musical y afectiva relaciona la mayoría de las canciones con nombres como el de Soledad Bravo, tiene que aprender a escuchar el disco, para distinguir y apreciar cuanto aporte de original o novedoso (en la medida que se pueda hablar de originalidad y novedad en estos casos).

«A flor de tierra», decía, incluye dos versiones de «Flor de azalea», la más conocida en la voz de Jaramar, que es una hermosa versión y ha tenido mucho éxito, y otra que no pasa de ser una vacilada, como para "animar" una fiesta decadente, con un desarreglo de síntesis electrónica ("teclados" es un eufemismo de sintetizadores, y los demás instrumentos son "acompañantes", o sea, comparsas ignominiosas). Así como «La última palabra» en versión para putero barato me recordó «Las palmeras» cantada por Alberto Cortez en seguida de «Cuando tú te hayas ido» a capella, el divertimento bailable de «Flor de azalea» me recordó el desarreglo que alguien hizo de «Carmina Burana» en "onda disco", no más ni menos desafortunado. Supongo que la opción discordante de «Flor de azalea» es un mensaje cifrado, que no he descifrado porque soy abstemio y antisocial (detesto a los borrachos y no tolero sus babosadas).

El trabajo más representativo de Jaramar es también el mejor. Acorrientar «La última palabra» por diversión (al cabo los "tecos" la cantan botella en mano) o para hacerla accesible a un público bruto de por sí o embrutecido (como el que abunda en hi5), o agregar al repetitorio «La Martiniana» con la recurrente patraña de que "la mía es una versión muy personal", como las dos o tres sin pena ni gloria en «A flor de tierra», se aleja del espíritu primigenio que anima la carrera de Jaramar... o quizá la faceta que prefiero.

"¡Eso ya no se puede cambiar!", espetó Jaramar en la cara de su máximo admirador, que seguro lo era, tomando en cuenta la miseria de aplausos del miserable público en el Lunario del Auditorio Nacional y el Museo Diego Rivera Anahuacalli (en este último caso, quizás estaba cansado... pero yo no). "¿Dónde está Jaramar repartiendo besos?", preguntó Vicente Marcial, con demasiado entusiasmo para ser el único hombre monógamo que he conocido en toda mi vida; pero Jaramar no estaba repartiendo besos; estaba dando autógrafos displicentes con su habitual actitud de que al mal paso darle prisa. "Para Iván con cariño. Jaramar", escribió en el folleto del disco «Entre la pena y el gozo» y, por más que lo busco, no encuentro ningún cariño en su comportamiento ni en su economía de palabras ni en su caligrafía de receta médica. Mejor debería tener un sello que imprimiera: "Para_________con cariño. Jaramar", y llenar el espacio a mano.

«Entre la pena y el gozo» es el primer disco de Jaramar como solista. Compuesto en general por cantos anónimos sefardíes y textos virreinales con música de Alfredo Sánchez, se trata de algo muy singular, tanto por su excelente calidad como por la paradoja de que, siendo música antigua, suena sumamente novedosa y original, es decir, emerge del pasado a una época en que la música más conocida es efímera porque -valga la tautología- envejece bastante rápido. Aquí no hay ocurrencias ebrias ni autosabotajes por el estilo. Quizá por ser el primero, es un disco respetuoso y serio (no moral y correcto), acaso demasiado "culto" en términos comerciales porque al parecer no pretende popularizar nada, pero tampoco es solemne y mucho menos inaccesible por la densidad letrística. Al contrario, su actualizada sonoridad es vigorosa y rítmica, vigorizante... Falta saber ahora si los cantos sefardíes son realmente anónimos; con eso de que «La última palabra» es un "son tradicional", Andrés Henestrosa compuso la música de «La Martiniana» y hay que seguir esparciendo la especie porque la masa acrítica tiene más de cuarenta años creyéndolo, "a Chuchita la bolsearon" y, además, "¡eso ya no se puede cambiar!", pues entonces no sabe uno o, como quien dice, pues quién sabe.

La rara belleza de Jaramar en la portada, viéndola con detenimiento, resulta inquietante, aunque la expresión de su rostro es tan ambivalente como el título del disco. «Entre la pena y el gozo» también se distingue porque su nivel de audio, al menos en la copia que tengo, es inferior al de cualquier otro disco. El gozo valía la pena que sufrí en Gandhi, cuya casa matriz tiene los discos de Jaramar en la sección de ópera, con excepción de uno, que está en la de música mexicana, mientras que la sucursal de Coyoacán los pasó del new age a la "música electrónica". Le pregunté por escrito a la cantante si así era esa grabación originalmente, si había disminuido el nivel de audio con las reediciones o se trataba de un defecto, y me contestó que no sabía; tan simple como eso. No fue capaz de escuchar su propia copia. Ahora entiendo cómo hace para contestar a todos los admiradores que le escriben y por qué, en vez de responder y corresponder, contesta, y por qué ocurren los diálogos de sordos o intercambios de monólogos, y por qué tantas gracias por todo, y tanto abrazo, siempre que sea por escrito, nunca más allá de las palabras, salvo uno que otro para la foto. Ahora entiendo también que la indefinición en los horarios de sus presentaciones tiene la intención de que lleguen solamente los admiradores más devotos, los que están dispuestos a perder una o dos horas antes, y aun así, o quizá por eso, aplauden como desnutridos. Desde luego, paso de semejante devoción y paso de ambivalencias, desdoblamientos y dobleces. En estos años he padecido a demasiada gente ambigua (una sola persona es demasiada) y terminé conociéndola mejor que ella misma. En evidente contraste, si envío un abrazo por escrito es porque estoy dispuesto a darlo en persona, y espero la misma disposición de mis interlocutores... la misma autenticidad.

Por último, a pesar de todo, Jaramar tampoco merece estar entre el amor y el odio de nadie, ni que yo siga escribiendo a las cinco de la mañana; merece más bien ser tema pretérito, que doy por concluido en este momento, aunque no esté agotado y se queden palabras en el teclado, como siempre. Ella finalmente se ha librado de su admirador más obsesivo y rencoroso, como Radio Educación lo hizo con su oyente más "asiduo" y "acucioso". ¡Eso ya no se puede cambiar! ¡Al carajo entonces esta obsesión insomne y este rencor trasnochado!

[] Iván Rincón 11:56 PM

Diciembre 18 de 2008

Adiós a Jaramar

Tema seis (primera parte)

Para despedirnos de Jaramar haremos una mirada retrospectiva, tanto a la importancia de su trabajo en mi vida como a nuestra incipiente relación personal; empezaremos con «Diluvio», por ser el disco más reciente, y terminaremos con «Entre la pena y el gozo», el primero que grabó como solista, después de participar en los grupos Art Antiqua y Escalón.

«Diluvio» es especialmente importante para mí porque su realización coincide con el encuentro y el acercamiento entre Jaramar y yo en hi5, así como por las expectativas creadas con una bitácora del camino que siguió la creación y la producción del disco; desde su nombre, «Los Diarios del Diluvio» me hicieron sentir una profunda simpatía, para empezar, por la generosidad de compartir con el público la experiencia del proceso creador; en segundo lugar, los textos aprovecharon mejor que nadie -con talento utilitario- el "Diario" de hi5, una especie de blog en miniatura; por último, en lo personal, me cautivaron más por la sencillez del lenguaje que por su contenido; esa sencillez confirmaba la que parecía caracterizar a Jaramar como persona en nuestros intercambios escritos y viceversa, intercambios que me sorprendieron de entrada positivamente al hablar de una mujer accesible y abierta.

El hecho de que «Diluvio» sea el décimo disco de Jaramar como solista y el primero como compositora también lo hace importante. Finalmente, con el precedente de que algunos discos suyos («Travesía» y «Lenguas», en primer lugar) habían sido una compañía vitalísima en momentos de gran soledad, «Diluvio» resultó una obra maestra, que superó las expectativas creadas por «Los Diarios» (1). Además, asistí a su presentación "oficial", tengo un ejemplar en edición especial autografiado y he escrito bastante al respecto.

Por supuesto, «Diluvio» superó también al disco anterior, «Que mis labios te nombren», tanto que la comparación es hasta ofensiva. Ese disco parecía anunciar el declive en la carrera de Jaramar, empezando por las fotos de la portada y la contraportada; las del folleto son menos lastimosas, pero de la misma fotógrafa, quizás en la misma sesión, con tal cantidad de maquillaje que habría sido preferible usar una máscara o ilustrar las letras de las canciones con flores o paisajes en vez de Jaramar en ese estado, que además canta como Amparo Ochoa cuando el desgaste de la voz es más audible. Personalmente, prefiero mil veces a Jaramar que a Amparo Ochoa, y mil veces también a Jaramar que a Dolores del Río, a quien se parece en la portada.

No obstante su notable superación, «Diluvio» está muy lejos de ser perfecto, como casi lo es «Travesía», esa antología de lo mejor que grabó Jaramar entre 1993 y 2002 (2), que además contiene dos videos sorprendentes por su asombrosa calidad y por ser un regalo no anunciado en ninguna parte del álbum, cuyo aspecto gráfico muestra también el esmeradísimo cuidado con que está hecho todo. Los videos son de las canciones «Flor de azalea» y «La tortuga» y ambos tienen defectos técnicos que dan un paso atrás de la perfección que estuvo a punto de alcanzar el disco. El audio de «Flor de azalea» está viciado con gis, por no decir saturado, y al final de «La tortuga», en vez de los créditos, se repiten las primeras escenas. La copia de «La tortuga» publicada en Internet sí termina con los créditos, pero la calidad del audio es muy inferior a la del disco. Por lo demás, ese video es literalmente una maravilla: la canción, su arreglo y la voz de Jaramar, así como el exotismo erótico / erotismo exótico de las imágenes, el fascinante rostro de la cantante hace una década y la producción en general. El video de «Flor de azalea» también corresponde a la belleza de la canción, aunque Jaramar deja ver allí que a su cuerpo le urge hacer ejercicio, sobre todo al cuello y los hombros. En fin. Yo he regalado ese disco unas veces y lo he recomendado muchas otras, incontables.

«Diluvio», por su parte, a pesar de ser una obra cumbre, comete errores imperdonables, tanto en el contenido musical («La última palabra», ejemplo que he referido hasta la náusea) como en los créditos a sus autores. Significativamente, los créditos por las dos canciones del Istmo oaxaqueño que incluye el disco son omisos. Si esto sucede tratándose del Istmo, con el que uno tiene más familiaridad que con la Galicia medieval, difícilmente se puede confiar en los demás créditos. Después de confirmar la falta de rigor con que Jaramar maneja cualquier información y después de leer su pretendida excusa ("soy música, no investigadora"), ¿qué credibilidad queda en las referencias de toda la música antigua que ha grabado sin investigar, que halló por casualidad o milagro?

A cambio de precisión en nada, los folletos de los discos, tanto como los sitios web de la cantante, compositora y artista plástica (salvo el de hi5, tal vez porque ella lo hace), contienen una traducción al inglés, por lo menos de una línea, expresión intelectual de gente -dicho sea en buen mexicano- mamona. ¿Dónde quedó la sencillez?

En «Diluvio» no bastó con que Jaramar y colaboradores desarreglaran «La última palabra» explícitamente inspirados en "un cabaret de tercera a las cuatro de la mañana" (¿o era un cabaret de cuarta a las tres de la mañana?... lo pregunto porque reproducir un ambiente así ha de ser más difícil), aun sabiendo que los zapotecos del Istmo se despiden de sus muertos con esa canción (¿o lo ignoraban?... no creo). Tampoco bastó con el efecto electroacústico pa' que sonara más raspa, más de rompe y rasga (el arreglo para los conciertos no incluye dicho efecto, pero tiene la misma armonía). Tampoco bastó con omitir los créditos al autor de la canción ("tradicional" es una palabra muy útil para cubrir carencias de conocimiento o cuidado sin detrimento del tono "intelectual" o "culto"). Como no bastaba con todo eso, el remake prostibulario de «La última palabra» abre «Diluvio». Jaramar dice que sacó la canción del disco «Suenen tristes instrumentos - Cantos y música sobre la muerte», editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, pero se niega a contestarme si alteró la letra o no (es obvio que no he podido escuchar ese disco). Lo seguro es que su versión letrística tampoco es como se canta en Juchitán (a la memoria y las pruebas me remito). Además de la insistente falta de rigor, insistentemente señalada, aquí vemos una múltiple falta de respeto: al pueblo zapoteco del Istmo y sus tradiciones relacionadas con la muerte, al autor de la canción, al público y -de principio a fin- al prestigio de Jaramar.

"¡Eso ya no se puede cambiar!". Salir con algo así también es una falta de respeto, de tacto, de sensibilidad, de inteligencia, de cultura... por parte de la enésima cantante que incluye «La Martiniana» en su repertorio y que podía ser la primera en más de cuarenta años que informara en un disco sobre el verdadero origen de la música, pero prefirió sumarse al montón, ser una más, o quizá lo fue siempre y yo apenas me entero. Total, ha de haber dicho: ¿Quién puede negar que mi versión de «La Martiniana» es personalísima? Nadie. Además, los autores ya están muertos y enterrados. ¿Quién me va a reclamar? ¿Iván Rincón? ¿Quién carajo es Iván Rincón? Su blog ha de tener menos clientela que El Convite. Perdón, quise decir público. Nadie cercano al "maestro" Henestrosa lo conoce. En cambio, todos dicen que "el poeta", entre muchas otras gracias, era músico. ¿Te cae? Pues Iván Rincón sospecha que Andrés Henestrosa no compuso la música de ninguna canción. ¡Ni una sola! Registrar como propio un trabajo anónimo es legalizar el plagio, y Henestrosa era efectivamente un maestro en ese arte.

Jaramar ha de preguntarse ahora por qué tanta inquina. ¿Por qué un admirador -tan devoto que llegó al concierto en Radio UNAM a pesar de todo- no les reclama igual a Susana Harp y Lila Downs, entre otros, por endosar «La Martiniana» al grillo no-cantor antes que ella? ¿Por qué no le reclama con el mismo encono a Lila Downs por subir a Internet videos que dicen: "La Martiniana de Lila Downs"? La respuesta es que yo sublimaba el trabajo y la carrera de Jaramar, idealizaba su personalidad, la consideraba por lo menos especial y no esperaba que tuviera fobia por todo cuanto huela a precisión, trátese de horarios o créditos, ni mucho menos desplantes oligofrénicos. Por eso disculpé la incidencia de refritos anteriores a la pésima letra con música de «La Micaela», y por eso aprendí a escuchar «Que mis labios te nombren» y «A flor de tierra».

1) Confieso que algunos dichos en «Los Diarios», en vez de crear expectativas, me predispusieron, como el que se refiere al cambio de la voz, por ejemplo, sobre todo al escuchar «Que mis labios te nombren». Y supongo que si hubiera notado en su momento la homonimia de la bitácora y el lugar de su publicación habría considerado el nombre de la primera como algo lejano a la creatividad... pero pudo más la simpatía. Sin grandes expectativas, ahora espero ver cómo concluirán esos «Diarios» o si quedarán inconclusos.

2) Tanto la portada como el disco y el folleto dicen "1992-2002" como si la colección abarcara una década y esa fuera precisamente su razón de ser, pero «Entre la pena y el gozo» nació en 1993 y, como seguiremos viendo, si algo caracteriza a Jaramar es la imprecisión.

[] Iván Rincón 7:43 PM

Diciembre 8 de 2008

Y que llega el desencanto

Tema cinco

Jaramar lucía muy hermosa en el escenario, con una blusa negra y entallada y una falda roja con negro, larga y holgada, como siempre. Su delgada figura, vista desde una posición cercana entre el público, era sorprendentemente bella, sobre todo el torso... Digo sorprendentemente porque parecía tener unas décadas menos de la edad que dicen sus fotos y porque, en lo personal, no suelen gustarme tanto como ella las mujeres demasiado esbeltas, por no decir flacas. Recuerdo que Ana Belén vestía prácticamente igual durante el concierto «El gusto es nuestro» en la Plaza de Toros México hace una década, y la mujer con quien yo iba comentó que la cantante era "muy exquisita". Jaramar también es "muy exquisita", pero más guapa que Ana Belén, aunque Ana Belén tiene un cuerpo evidentemente más ejercitado y, en consecuencia, firme. Quizá Jaramar, que al parecer no hace ejercicio, lo hizo en los días previos y eso mejoró su aspecto en esta ocasión.

Lo que yo esperaba que sucediera con la presentación "oficial" de «Diluvio» en el Lunario del Auditorio Nacional, ocurrió ayer en el Museo Diego Rivera Anahuacalli, donde tuvo lugar el Festival de Disqueras Independientes: que Jaime López acompañara a Jaramar en la canción «Río profundo». Lástima que no llevé mi ejemplar del disco para pedirle al cantautor que me dedicara esa canción. Y por segunda vez no recuerdo el prólogo de la compositora porque ni siquiera lo escuché. Ella había cantado «A lavandeira da noite» y, durante los aplausos, comenté con Vicente Marcial Cerqueda la concordancia del contenido necrófilo con los coros de la propia cantante. Al terminar en seguida «La última palabra», durante los aplausos, Vicente Marcial comentó que esa también era una canción necrófila, y respondí que más bien lo era el sentido que le había dado la tradición zapoteca del Istmo, no la canción y mucho menos como la canta Jaramar, reflexión que Vicente rebatió diciendo que la canción se refiere a la muerte, no como el punto final de la vida, sino como un punto y aparte. Al confirmar el privilegio de tener un interlocutor como él, estuve de acuerdo y entonces advertí que, mientras nos poníamos intelectuales, Jaramar había presentado «Río profundo». Pinche intelectualidad inoportuna...

Esta vez «Anda Jaleo» dejó de negar a la cantante como bailarina, que giraba y giraba quizás hasta el límite de su equilibrio, y que también bailó al ritmo de «La última palabra» en su versión para tugurio de putas alegres. Pandero en mano, golpeado a lo alto, la cantante, más bailadora y más sensual que nunca, se despidió con «Una pastora yo amí», canción sefardí no menos rítmica, a la que yo agregaría nada más algo de movimiento en las caderas. "En mi pueblo pedimos: ¡otra, otra, otra!", le dije a Chente Marcial, quien me secundó sin dejar de aplaudir hasta que tuvimos eco en el público y Jaramar regresó a seguir cantando ahora con «Morito Pititón», una pieza española demasiado bailable para ser "de cuna", a menos que se trate de que baile un bebé. Por lo visto, el tequila hace milagros como el de que hasta San Pedro baile, pensé, y este hecho me recordó uno anterior, a saber, que en Radio UNAM la cantante hablaba parsimoniosamente y eso escribí aquí. En el Lunario, en cambio, no hubo parsimonia, quizá porque dijo de memoria todo, a diferencia de Radio UNAM, en donde improvisaba.

Seguramente, Jaramar no es indiferente a cuanto escribo y publico en este blog acerca de ella, pero creo que ha perdido interés en nuestra polémica sobre la autoría de las canciones que graba. "¡Eso ya no se puede cambiar!", espetó cuando le dije que Andrés Henestrosa no había compuesto la música de «La Martiniana». En otras palabras: "Ya deja de chingarme con tus quisquillosidades". Y, en otras palabras: "Si el disco ya está a la venta, ¿qué me importa de quién carajo es la música de esa canción? Si el disco ya está a la venta, ¿qué le importa al público quién es el verdadero autor?". Su reacción irreflexiva, por no decir irracional, contrastó drásticamente con la charla que habíamos tenido minutos antes Vicente y yo. En esa charla, resultó acertada mi sospecha de que Andrés Henestrosa, como buen priista, era una persona deshonesta y, en este caso, había compuesto una letra (para mi gusto, muy mala) que encajara con la música de «La Micaela», un son istmeño anónimo cuya letra original en diidxazá habla de una pareja de campesinos que, debido a su pobreza, no puede asistir a la Fiesta del Cuarto Viernes en Chihuitán, pero al año siguiente, gracias a la buena cosecha, realiza ese sueño. El tema no tiene relación alguna con la conocidísima letra de Andrés Henestrosa, quien registró «La Martiniana» como si fuera suya tanto la letra como la música. En los hechos, se trata pues de un vil plagio. Y ahora los tontos, los despistados, los que no investigan porque son artistas y la investigación no es su campo y creen que su ética está exenta de rigor, los que se van con la finta porque es más fácil y más cómodo creer una mentira mil veces repetida que descreer, desconfiar, tener dudas y salir de ellas indagando un poco, llaman "poeta" al principal protagonista de las grillas políticas para "reconocer" los derechos indígenas en México agregando un párrafo al artículo cuarto constitucional.

A fin de cuentas, Jaramar decidió hacer lo mismo que Lila Downs y Susana Harp, al cabo antes lo hicieron otros. Dice Jaramar entre sus respuestas a mis alusiones: "Y con respecto a La Martiniana, sé bien por gente cercana a él que Henestrosa era poeta, ensayista, narrador, historiador, periodista y compositor de canciones. En muchas fuentes él aparece como el único autor de La Martiniana. Al revisar los textos me hice el mismo cuestionamiento y consideré el ponerlo únicamente como autor de la letra dejando la música como tradicional, pero al saberlo compositor no solo de esa, sino de más canciones, decidí darle todo el crédito". ¡Qué inteligencia! Henestrosa fue también diputado y senador priista, le dije a Jaramar. No hacía uso de la palabra en tribuna, pero bien que grillaba y no podía ser de otro modo porque era el presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas en la Cámara baja, como la llaman, cuando el PRI chantajeó al PRD hasta convertirlo en el principal defensor de un proyecto originalmente priista de adición constitucional. Ignorar esos hechos o, peor aún, conocerlos y pasarlos por alto, equivale a decir que Eraclio Zepeda es un escritor sobre la marimba, cuando en realidad es un traidor, represor, asesino... que antes fue aviador en Radio UNAM, donde se apersonaba nada más para cobrar, lo que hizo también su émulo Macario Matus al presentarse como director de la Casa de la Cultura de Juchitán, viviendo en la Ciudad de México durante siete años consecutivos. Macario Matus, por cierto, se refiere a «Cantos de vida y muerte en el Istmo oaxaqueño» como "mi disco", cuando en realidad no hizo más que la transcripción de los textos en diidxazá y su traducción al español (si es que lo hizo él). Según Vicente Marcial, que dirigió la Casa de la Cultura de Juchitán durante los siete años en que Macario Matus le robó el sueldo dedicándose a una actividad parasitaria que llamaba "promoción cultural", la traducción de dichos textos al español es correcta, pero no su transcripción.

Vicente Marcial Cerqueda es una de las máximas autoridades en el estudio y la difusión del diidxazá. Casualmente, al reunirnos en el Museo Diego Rivera, tenía dos días de haber muerto Velma B. Pickett, coautora del libro «Gramática popular del zapoteco del Istmo», editado por el Centro de Investigación y Desarrollo Binnizá y el Instituto Lingüístico de Verano. Los otros autores son Cheryl Black y Vicente Marcial, quienes pueden considerarse ahora como los herederos del conocimiento al respecto... Así como no ignoro la calaña de gente como Andrés Henestrosa, Eraclio Zepeda y Macario Matus (este último personaje es de tan poca monta que le hago un favor al mencionarlo aquí), tampoco ignoro que el Instituto Lingüístico de Verano es un instrumento de penetración imperialista, pero el mérito de Vicente ha sido expropiar el conocimiento acumulado y sistematizado académicamente para difundirlo a nivel universal, sobre todo entre el paisanaje zapoteco del Istmo oaxaqueño y en especial de Juchitán.

Después de la digresión, volvamos a Jaramar. "¡Eso ya no se puede cambiar!". ¿No se puede? Minutos antes de su exabrupto, yo le había pedido que me dedicara dos discos y una foto. Uno de los discos es «Entre la pena y el gozo», el primero que grabó como solista. "¿Aquí está bien?", me preguntó. "Donde quieras", le respondí. "Tú conoces mejor que yo el folleto; pon la dedicatoria en donde la escribías cuando presentabas el disco". Entonces era distinto, mi dijo; cambió con las siguientes ediciones. ¡Sí se pudo, sí se pudo! Y ahora el nivel de audio es inferior al de cualquier otro; aun así, el gozo vale la pena... Pregunté si no habían llevado más discos, aparte de «Diluvio», y contestó que no, pero que podía comprarlos en las tiendas. Allí compré los que estaba dedicándome. ¿No era obvio? Algo anda mal aquí, pensé. Algo llamado ánimo o directamente relacionado. Le dije lo mismo que le había escrito y que, por lo visto, no leyó: que tendría el honor de presentarle a Vicente Marcial, pero ella no tenía tiempo para eso; en cuanto terminara de dar autógrafos, se iría corriendo. Al ver, oír y sentir su prisa, entendí que esa parte de su trabajo era la que hacía con menos gusto, si no es que de plano la detestaba.

Además de Vicente, alguien con algo de sabio a quien tengo el privilegio de contar entre mis amigos es Gustavo García, el crítico de cine, aunque una vez le reclamé por ser inaccesible. "Es que así me cotizo", bromeó, y hoy pienso en esa broma como una triste verdad: hay gente que se cotiza impidiendo el acceso a su círculo. Por vía escrita, Jaramar era sorprendentemente accesible y eso la hacía fascinante, pero en persona resultó sorprendentemente inaccesible, además de tener desplantes sorprendentes, y eso es decepcionante. En lugar de la sencillez o humildad que yo creía encontrar en ella, algunas de sus respuestas más recientes expresan esa especie de soberbia que se resume con una frase banquetera: "así soy y qué".

La conductora del festival, al término de la presentación de Jaramar, dijo que la cantante estaría disponible en la entrada para quienes quisiéramos estrechar su mano, pedirle un abrazo, un beso o un autógrafo. Yo confundí su disponibilidad con disposición y le pedí tres dedicatorias (todo un abuso), pero por segunda vez algo me dejó una sensación de frustración y después caí en la cuenta de que no bastaba con que nuestras voces y miradas se comunicaran; faltaba el contacto físico. De haberlo pensado a tiempo, además de pedirle que escribiera la dedicatoria sobre la foto y no al margen porque planeaba publicarla exactamente aquí, le habría dado la mano para que ella me diera la suya y las estrecháramos. Pero salir con que "¡eso ya no se puede cambiar!" es el corolario de un conjunto de hechos y dichos que debería decepcionarme absolutamente de una vez para que no venga después el desengaño que suelo padecer cuando cometo el error de idealizar a una mujer porque su voz me seduce. En este caso, no era únicamente la voz...

Una amiga que leyó en hi5 mi reclamo a Jaramar por decirme tres o cuatro horas distintas de su concierto en Radio UNAM, comentó en privado: "Nunca había visto a ninguna cantante hacer tanto para evitar que cierta persona vaya a uno de sus conciertos". Quizá lo hizo inconscientemente, pero lo hizo y reincidió, por ejemplo, al anunciar su reciente presentación en El Convite, con el agravante de que el cartel publicitario citaba a las ocho de la noche para que el "público" llegara una hora antes a consumir... Mañas por el estilo abundan allí, en donde Jaramar se presenta, según ella, por un afán de cercanía con el público (para el dueño es clientela), afán que se agradece, pero el desprestigio del lugar no le hace ningún favor, como tampoco se lo hace la imprecisión de los horarios, ni de los créditos a los autores de las canciones que integran su repertorio, que no son un tema aparte, sino parte del mismo síndrome. Y yo me pregunto ahora: ¿la cercanía con el público en lugares como El Convite será tan íntima y cálida como la de Jaramar disponible, después de un concierto, para los que quieran estrechar su mano, darle un beso y un abrazo o pedirle un autógrafo?

Hace poco, Los Hermanos Rincón se desintegraron por enésima y última vez. Duraron 37 años y no recuerdo que mi papá saliera corriendo nunca de ningún lado, aunque dice cansarse más dando autógrafos que la función (¿será porque los autógrafos ocurren después de la función?) y tiene por lo menos quince años más que Jaramar, un infarto al miocardio y cáncer en la piel, entre otras desgracias. Cuando le preguntaron en una entrevista qué era lo peor en México para niños, respondió que Cepillín, porque se rodeaba de guaruras para protegerse de los niños antes y después de sus presentaciones, al cabo de las cuales salía huyendo. "¡No dejad que los niños se acerquen a mí!"

Crear una imagen con prestigio cuesta mucho tiempo y esfuerzo, pero basta con un desplante para arrancarla de raíz y dejarla en el suelo. Por eso se llama desplante. Finalmente, es a ras de suelo en donde se conoce a la gente, en el cuerpo a cuerpo, como dice mi ídolo Serrat, que si alguna vez ha tenido un exabrupto imperdonable, yo sigo sin enterarme. Por escrito, uno puede inventarse, crear una imagen falsa, que decepciona en persona, como las locutoras que seducen a uno con su voz y su cultura, y después resulta que, además de estar feas, son ignorantes y estúpidas, o absolutamente inaccesibles, como Paty Kelly, porque así se cotizan.

Quizás es demasiado cachondeo suponer que Jaramar se esforzó por bailar más y mejor después de leer este blog, es decir, que fue causa y efecto. Si así fuera, cambiaría muchas cosas más, entre ellas, a su sonidista, si acaso es el mismo que dejó en último plano la voz al principio de sus conciertos, tanto en el Lunario como en el Museo. Cambiar todo lo que debería cambiar es demasiado pedir, así que mejor me desengaño, dejo de idolatrarla y engañar también a otros. En su momento, la obsesión me hizo bien, pero ya chole... Volveré al tema para ponerle fin en una próxima entrega. Por hoy es todo.

[] Iván Rincón 6:42 PM

Noviembre 30 de 2008

Fe de pecatas

Después de leer el texto dedicado al disco «Diluvio» y su presentación en concierto, Jaramar hizo una serie de precisiones tan pertinentes como generosas, o sea, como corresponde a una personalidad como la suya. Con base en esas precisiones, además de corregir el texto, hago aquí el siguiente agregado.

El folleto con las letras de las piezas que componen el disco dice que la canción «Las aguas van», de Jaramar misma, está "inspirada en textos del siglo XV", ambigüedad que equivale a casi nada, más allá del "afán de contar que había habido una fuente de inspiración para el tema y el tono de la canción". Jaramar se refiere a textos poéticos anónimos de mujeres europeas, principalmente españolas, del siglo XV, "varios y diversos".

El mismo folleto dice que la canción «Qu'es de ti, desconsolado?» es de los siglos XV y XVI y la atribuye a Juan del Enzina, por lo que yo preguntaba si el autor la había compuesto durante dos siglos. Jaramar aclara que Juan del Enzina vivió de 1468 a 1529 y por eso ella ubica su música entre dichos siglos, "simplemente para darle un contexto temporal".

En el texto corregido, yo preguntaba si Federico García Lorca había musicalizado «Anda Jaleo», para señalar con sorna que el folleto omitía créditos al autor de la música. Según yo, era obvio que García Lorca no había compuesto la música del texto anónimo que recopiló, pero Jaramar aclara de nuevo: «Anda Jaleo» es una de las 12 bellas canciones populares españolas que recopiló, armonizó y difundió Federico García Lorca. En ningún sitio de Diluvio dice que él la musicalizó. García Lorca era músico también y un enamorado de la tradición musical y lírica del sur de España y recogió estas canciones reuniéndolas en una colección. Son canciones que conozco desde hace mucho tiempo y que he cantado y grabado en distintas ocasiones y de distintas maneras: desde mi participación como cantante de Ars Antiqua, en el primer disco de esa agrupación grabé «Tres morillas de Jaén»; en «Duerme por la noche oscura» grabé «Nana de Sevilla» y «Romance de los pelegrinitos», además de que en concierto he cantado varias más. Ahora tocó el turno a «Anda Jaleo», que estaba esperando en el cajón desde hace varios años.

«Duerme por la noche oscura», un disco de nanas o canciones de cuna, por cierto, incluye una pieza llamada «Arbolé, arbolé», con letra de García Lorca y música de Alfredo Sánchez... Confieso mi ignorancia respecto a que el también dramaturgo español fuera músico, y confieso mi vergüenza respecto a esa ignorancia porque García Lorca fue uno de los escritores más importantes en mi vida, al menos en mi primera juventud; fue el primer poeta que leí sin que me llevara de la mano la música de Serrat, y en su momento me supe de memoria sus romances más conocidos. Si alguna vez leí que además era músico, lo olvidé...

Por último, en la nota al calce donde preguntaba si García Lorca había musicalizado «Anda Jaleo», también daba por hecho que adjudicar «La Martiniana» a Andrés Henestrosa omitía créditos al autor de la música. Ahora veo que no solo Jaramar atribuye a Henestrosa dicha canción y otras, letra y música. Yo tengo dudas al respecto, pues este personaje (pluma del PRI, repetidor de lugares comunes como si fueran obra suya) puede tipificarse junto con nombres de la ralea de Eraclio Zepeda y Macario Matus, que se adornan con el trabajo de otros y hasta lo cobran, por dar solo una muestra de su absoluta deshonestidad (además no me gustan las canciones dizque de Henestrosa). No obstante, mientras nadie diga saber de quién es la música de esas canciones, le concedo razón a Jaramar. "Allí faltó, por lo menos, un ápice de cuidado", terminaba diciendo la nota, y la falta de cuidado era mía.

Gracias a Jaramar, como siempre, por ampliar nuestro horizonte.

[] Iván Rincón 6:55 PM

Noviembre 16 de 2008

Crónica periférica de una noche diluviana

Tema cuatro

Llegar al Lunario del Auditorio Nacional, en donde tendría lugar la presentación "oficial" de «Diluvio», el décimo disco de Jaramar como solista y el primero como compositora, no fue menos estresante que llegar a Radio UNAM. La diferencia es que aquella vez lo hice en taxi y ahora llevé coche, pero en ambos casos la elección del medio de transporte fue un error. En esta ocasión no podía llegar tarde, así que salí con tres horas de anticipación para hacer unas compras, comer en la calle y tomar café por segunda vez desde que mi colon dejó de tolerarlo el año pasado. Al ver, sin embargo, el congestionamiento causado por las obras en Río Churubusco, decidí llegar primero al Auditorio, comprar un boleto para el mejor asiento disponible y usar el tiempo restante para lo demás, que no estaba de más, pero ya era lo de menos.

Supongo que el engentado ambiente en la zona hotelera de Polanco y sus alrededores, pletórico de centros nocturnos tipo "disco", es más o menos el mismo los viernes y sábados por la noche, a lo que habría de sumarse ahora un concierto de Alejandro Fernández en el Auditorio Nacional. Quizá nunca falta un personaje por el estilo y su multitudinario público, también por el estilo, en ese recinto monstruoso, pero creo recordar que yo no había estado allí de noche desde que Serrat presentó su disco «Bienaventurados» hace veinte años, o quizá desde que Los Hermanos Rincón participaron en un concierto de Óscar Chávez con parodias políticas de canciones infantiles y después nos fuimos todos a emborrachar a las oficinas de Ediciones Pentagrama. Había pasado por allí de día, cuando seguramente no había ninguna actividad comparable con la de esta noche en que padecí la ciudad con toda su intensidad... ciudad de la esperanza de encontrar lugar en donde estacionar el coche sin que nadie lo maneje ni me venda protección. Pinche ciudad, la detesto.

Con una apremiante y creciente necesidad urinaria, comencé a perder el tiempo que supuestamente me sobraba, buscando en donde estacionar el coche que debí dejar en su casa. Por lo menos cinco grandes calles de diámetro alrededor de la zona hotelera son territorio gobernado por franeleros (el síndrome de Coyoacán). El Auditorio es gobernado por revendedores de boletos, que también compran. La policía sirve para detener el tránsito vehicular y permitir que los peatones atraviesen Paseo de la Reforma. La que abunda en las afueras del Auditorio, además de abundar, no hace nada.

Hasta entonces había temido que, por no comprar mi boleto con antelación, ya no encontraría un asiento cercano al escenario. La prolífera presencia de revendedores me hizo creer que estarían agotadas inclusive las localidades más alejadas. Junto al Lunario, las entradas al estacionamiento estaban cerradas con letreros inmensos de letras rojas que decían: "CUPO LLENO". Todo parecía señal de la misma suerte...

Cuando llegué al Lunario, en cambio, todavía no entraba en funciones "el sistema", un modernísimo aparato de complejidad extraordinaria, compuesto por diversas máquinas y varios empleados, que sirve para vender boletos en la entrada y asignarle al público el lugar que haya elegido al comprar su boleto. Eso estaba programado para las nueve de la noche, una hora antes de que empezara el concierto. Pedí permiso entonces para entrar al baño y, una vez libre de esa urgencia, anticipé una mirada al espacio, y noté que las localidades de 200 pesos estaban más alejadas del escenario que las de 300, pero en una posición elevada, por lo que decidí ubicarme en una de ellas.

Durante el concierto se venderían bebidas y alimentos, pero no café (hecho que sigue pareciéndome inexplicable y hasta increíble), así que pregunté dónde había una cafetería y me dijeron que no había semejante cosa en ninguna parte del Auditorio, que fuera al restaurante de lujo que está frente al Lunario. Por supuesto, no hice eso; caminé hacia el metro y pregunté de nuevo en un puesto del Gobierno de la Ciudad, donde me informaron que la cafetería estaba en la antesala del Auditorio. De paso pregunté por qué había tantos revendedores y tanta policía en el mismo lugar y al mismo tiempo, y la respuesta fue una burla con efecto de bumerang: la policía permite la reventa de boletos porque nadie la denuncia. ¿Para qué necesitan la denuncia de algo que ocurre en sus narices? ¿Por qué no se aplica la flagrancia? ¿Por qué se llama entonces policía "preventiva"? Es que debe haber denuncia, me explicaron los funcionarios, muy atentos y didácticos.

Lo bueno es que yo iba a una presentación de Jaramar y la reventa se daba nada más para el concierto de Alejandro Fernández. Para el público de la estrella más brillante de la noche sobraba espacio, lo cual me tranquilizó en ese momento, pero después lo he lamentado sin saber a quién culpar. ¿A la sociedad de consumo? ¿Al capitalismo de tercer mundo? ¿A la televisión comercial? ¿A la deficiente difusión de la propia artista y su equipo? ¿Al invierno? ¿A la luna? ¿Será que la intensa actividad de Jaramar por estos días reunirá entre todas sus presentaciones a un público equivalente en cantidad al de Alejandro Fernández por una sola noche? Habría que hacer cuentas. Lo seguro es que la disyuntiva entre calidad y cantidad es falsa. Una prueba de eso, incluso en el Auditorio Nacional, es Serrat.

Para entrar por un café a la antesala del Auditorio tuve que presenciar antes un pleito verbal entre señores del público y uniformados... El ambiente en general era demasiado aprehensivo; todos parecían tener prisa, estar neuróticos, aturdidos, sofocados a pesar del frío; se respiraba un aire viciado principalmente con humo de cigarro y ruido. Según Octavio Paz, las metrópolis modernas son aglomeraciones de solitarios. Según yo, son simples masas de gente mareada, manadas sin guía... ¿Y qué tienen de modernas?, pregunta mi otro yo.

El policía que me informó de quién era el concierto lo hizo enojado. "¿Y quién carajo es Alejandro Fernández?", pregunté por segunda vez, pero alejándome del informante, hablando solo, de hecho, para dejar frustradas sus ganas de golpearme. Lo bueno es que se trata de Alejandro Fernández y no de Madonna, pensé.

De regreso en el Lunario, aunque ya pasaban de las nueve, todavía no funcionaba "el sistema" y, en cuanto comenzó a funcionar, sufrió su primer trastorno. El croquis que le mostraban a uno en la entrada no coincidía con la cantidad real de mesas y sillas, que evidentemente era menor. Y los empleados se hicieron bolas con la dificilísima tarea de vender un boleto y llevar al comprador de ese boleto al lugar que había escogido.

Según el croquis, solo quedaban asientos disponibles hasta atrás, así que escogí el más céntrico y menos atrasado. El vendedor se fue y nos dejó sufriendo una corriente de aire gélido frente a la taquilla. En la espera, la gente de "seguridad" le pidió una identificación a una mujer de 33 años porque, según ellos, parecía menor de edad. Se parecía más bien a Arcelia Ramírez, pero bellísima, con una piel impecable y una sonrisa luminosa. Hice un comentario sardónico sobre la inteligencia del "sistema" y, con sorprendente familiaridad, ella me contó que había ido a comprar su boleto unos días antes y le dijeron que allí no había boletos para ningún concierto de ninguna persona que se llamara Jaramar.

Al entrar, compré una copia del disco en edición especial, cuya caja se despliega cuatro veces y muestra una pintura abstracta sin letreros ni sellos que la contaminen, además de contener un folleto cuya portada es el rostro de Jaramar en un ángulo mínimamente iluminado y maquillado de tal forma que parece más indígena que mestizo. La vendedora del disco era su hija, por cierto, una muchacha tan guapa como displicente, según mi primera apreciación.

Una mesera me pidió el boleto y dijo que no había mesa con el número que yo había escogido, así que me llevó a otra mesa ubicada en la orilla del salón y pretendió que además la compartiera con dos personas. Le aclaré que yo había escogido una mesa céntrica y ella tuvo que hablar entonces con su jefe, luego de lo cual me llevó a una mesa céntrica y más cercana de lo que yo esperaba al escenario. Minutos después, llegó un gerente a decirme que no podía quedarme en esa mesa porque era "la del jefe" y, antes de que yo tronara, me ofreció la mesa de enfrente, aún más próxima al escenario, y suficientes disculpas. En seguida, llegó la mesera con nueve mujeres detrás y las acomodó en tres mesas contiguas, una de las cuales era la mía, que les quedaba en medio. La señora que parecía asumir el liderazgo del grupo me preguntó: "¿No te importa quedar en medio de puras mujeres?" Le contesté que no y ella preguntó de nuevo: "¿Te importaría recorrerte un poco?" Le contesté que yo me quedaría en donde estaba, pero que ellas podían mover la mesa para ocuparla. Entonces decidió que las nueve se sentarían alrededor de una sola mesa "para estar más juntas".

A diferencia de Radio UNAM, con su puntualidad radiofónica, el concierto en el Lunario comenzó con quince minutos de retraso y entonces agradecí la injusta distribución de las mesas, porque una de las nueve mujeres no dejaba de hablar y otras simplemente no aplaudían. Durante el concierto percibí que los ocupantes de varias mesas parecían tener las manos ocupadas con lo que habían ordenado para consumir. En cambio, el único producto de consumo para mí era el que presentaban Jaramar y su grupo, lo mismo que su presencia. ¿Será siempre así el ambiente donde se consume bebidas y alimentos en la oscuridad durante un espectáculo más sonoro que visual? Personalmente me resultó demasiado extraño, aunque quizá lo único extraño allí era yo.

Luego de la presentación, que duró menos de hora y media, hice fila para pedirle a Jaramar una dedicatoria del disco y olvidar en cuanto estuve frente a ella que planeaba decirle: "¡Felicidades! Estuviste muy bien, como siempre. Lo único que no me gustó nada es que terminara el concierto".

Testigo del desfile de varias generaciones por el público de Los Hermanos Rincón, al verme formado caí en la cuenta de que nunca en mi vida había hecho algo semejante. Por el contrario, una vez renuncié a hablar con el Subcomandante Marcos al ver que atendía primero a sus fans en fila durante horas. Con ese rencor, entonces inconciente, noté que por lo menos Jaramar no escribía la misma dedicatoria para todos, que por lo menos pensaba la mía un poco más que las demás para que no fuera una más. Quizás eso sintió cada quien con la suya. "Para Iván Rincón, con la esperanza de que este Diluvio se quede con él. Jaramar", escribió bajo la letra de «La última palabra», canción que ha sido objeto de una polémica personal. Supongo que se trata de una coincidencia fortuita, que Jaramar abrió el folleto con las letras de las piezas que componen el disco y plasmó su dedicatoria en la primera página que tuviera espacio disponible. Lo seguro es que la última palabra es entonces Jaramar.

Por algún motivo, decidí leer su dedicatoria hasta estar en mi celda monacal. Había llegado al Auditorio vía Periférico, así que aproveché la hora para regresar por el centro, que solo entonces es transitable y hasta placentero. La noche había devuelto a las calles de la ciudad su mejor aspecto, el de la soledad, esa calma envenenada que los noctámbulos insomnes y solitarios por naturaleza y antonomasia podemos respirar al fin, la que sucede a la tempestad y, en esta ocasión, al «Diluvio» de Jaramar.

"Qué bonito sería el mundo si no fuera por la gente". Parece una frase de Quino, pero es de Woody Allen; la dice uno de sus personajes en «Días de radio» y lo mismo digo yo con respecto a la ciudad. Pensándolo bien, es su gente a la que detesto. Jaramar es una especie de isla en medio de un mar de miseria humana que debo atravesar para verla y escucharla en vivo... y ha valido la pena.

[] Iván Rincón 9:45 PM

Noviembre 15 de 2008

Diluvio de Jaramar en concierto y disco

Tema tres

La presentación en concierto del disco «Diluvio», con el que Jaramar debuta como compositora, significó una travesía musical, poética y reflexiva por épocas distintas y lugares distantes, cuyos caminos confluyen en el alma de la cantante y, a través de su voz y su presencia física, y el acompañamiento de su grupo, las del público sensible. Profundamente necrófilo, «Diluvio» es la confirmación de la madurez de Jaramar como artista completa que siempre había cantado a la vida y al amor ante la presencia de la muerte que también es ausencia y pérdida. Símbolo de esa dualidad que asume su lado oscuro como tierra fértil y fecunda inspiración en dónde sembrar viento para cosechar tempestad, es «Diluvio», producto de una exploración sombría en la medida que las sombras son proyectadas por luz, un trabajo brillante a pesar de su densa oscuridad, como un astro luminoso en el cielo negro, una obra cumbre, sin temor a exagerar, que difícilmente encontrará público a su altura.

La presentación fue en el Lunario del Auditorio Nacional. Comenzó con retraso y menos público del que se esperaba. La cantidad de mesas y sillas en el salón era menor a la que mostraba el croquis en la taquilla y, de todos modos, no fue ocupada en su totalidad. Además, a diferencia de quienes hicimos fila después para saludar a la diva y verla de cerca, pedirle un autógrafo y acaso una foto a su lado, había gente que parecía no haber conseguido boletos para el concierto de Alejandro Fernández y, quizá por eso, no aplaudía ni dejaba de hablar.

Jaramar tomó posición al centro del escenario y, antes de que prendieran las luces, sonaron los primeros aplausos. Elegantemente ataviada con un vestido morado medio vino casi lila un poco azulado, la cantante morena y delgadísima, de cabello corto pero bien despeinado, y los cuatro músicos de su grupo, al frente de tres instrumentos de cuerdas y una batería (curiosamente, ningún aliento), dieron inicio con «Mandad' ei comigo», una canción ideal para abrir cualquier recital de ahora en adelante, por su arreglo progresivo que rebasa en vivo el nivel de sonoridad moderado en el disco y alcanza un clímax cercano a la apoteosis. Primero tarareada y después cantada con su letra en gallego medieval o galaico-portugués (1), «Mandad' ei comigo», de Martin Codax, es representativa de la conocida faceta multilingüe de Jaramar y su reconocido mérito de actualizar reliquias y embellecerlas aún más, generalmente con una gran audacia técnica (desacertada en el caso de «La última palabra»). Al abrir con esta "nueva" inclusión en su repertorio, una de las tres piezas más antiguas del disco, la cantante prepara y pone a prueba la asombrosa potencia de los pulmones y la garganta, y despierta de entrada la sensibilidad dormida en el público.

Fueran en español o algún otro idioma, era prácticamente imposible apreciar las letras de las cinco o seis canciones iniciales del concierto, porque al parecer el volumen de uno o más instrumentos de cuerdas estaba demasiado alto. Como en una cantina o algún lugar por el estilo de Sanborns, la gente que hablaba lo hacía también a todo volumen.

Sin anunciarla ni hacer comentario alguno, Jaramar cantó entonces «La última palabra» (2), probablemente consciente de que "todo lo que diga puede y será usado en su contra", tanto como la omisión de los créditos al autor en el álbum, al menos en la edición especial, que estuvo a la venta en la presentación. Dicha pieza es la primera del disco, hecho que redondea el desacierto. Lo bueno es que el reproductor de audio de mi computadora tiene el defecto de repetir los discos si no lo apaga uno a tiempo, así que me basta con saltar esa canción para que la primera sea «Mandad' ei comigo», como en el concierto, y «La última palabra» sea efectivamente la última.

En total, «Diluvio» reúne catorce piezas, cinco de las cuales son composiciones de Jaramar, incluyendo una "inspirada en textos del siglo XV" (algunos créditos están incompletos o son ambiguos), cuatro gallegas y tres españolas, antiguas o "tradicionales", y dos del Istmo oaxaqueño. En su presentación, la cantante, compositora y artista plástica no dio a conocer la totalidad del nuevo material, pero ofreció un encore de dos títulos imprescindibles en su repetitorio, «Flor de azalea» y «La llorona».

Las actitudes corporales de Jaramar tienen algo de ave en pleno vuelo que disfruta del viaje tanto como quienes lo escuchamos, lo miramos y admiramos (sobre todo, yo). En esta ocasión, sin embargo, el aspecto visual del espectáculo desaprovechó las posibilidades técnicas del Lunario, principalmente las dos pantallas gigantes que flanquean el escenario, y las "rolas" más rítmicas y bailables, como «Anda Jaleo», "anónimo español recopilado por Federico García Lorca", afirman una voz espléndida, como siempre, pero niegan a la cantante como bailarina.

Finalmente, la presentación "oficial" de «Diluvio» dejó sonando en la memoria los últimos versos de la pieza homónima del disco: "Y al quemar tus naves, morirán las rosas, las enfermas rosas", versos unidos a su música tan indisolublemente que, después de escucharlos en la voz de su autora, es imposible recordar una cosa sin la otra. Por sí solos, estos versos no tienen el mismo efecto, si acaso tienen alguno (quizá la evocación de una escena incendiaria, como el final de la película «Motín a bordo»). "En tus alas niego el tiempo", es el verso que más me gusta de esa canción... Igualmente memorable es el ritornelo de «Río profundo», acompañado por Jaime López en el disco: "Para despertar con mi nombre, la noche me trajo el silencio". Ambas composiciones emergen simbólicamente de una dualidad (vida y muerte, día y noche, amor y pérdida) a la que se refiere Jaramar en el texto introductorio del álbum, texto que dijo de memoria por partes entreveradas con algunas piezas en el concierto. Al presentar «Río profundo», algo tocó fibras sensibles y tan hondas como ese río de sueños en el que "solo hay muerte", pero las palabras preliminares no están en el folleto con el texto introductorio y las letras, y yo lamento profundamente no recordarlas ni haber llevado mi grabadora digital, que tiene años guardada.

En sus «Diarios del Diluvio», la compositora reconoce que las letras de sus canciones son "densas", y lo son en la medida que recurren a un lenguaje de símbolos, no metáforas, valga la distinción, como Borges define a la poesía. No hay necesidad de entender el mensaje literalmente si transmite una emoción a través de la magia musical de las palabras y el mágico lenguaje de la música. Eso hacen las composiciones de Jaramar...

En cuanto a la audacia técnica de los arreglos que actualizan obras antiguas, «Diluvio» contiene dos ejemplos tan representativos como contrastantes. «A lavandeira da noite», con lejanos coros de Jaramar misma, habla del fantasma de una mujer que, según la tradición gallega, "murió de parto" y aparece en los arroyos lavando la ropa de quienes están por morir. La belleza del sonido en este caso impresiona por su espectral sutileza. Escuchada en vivo, la canción resulta más sencilla, pero no gusta menos. «Qu'es de ti, desconsolado?», en cambio, es una pieza española de Juan del Enzina (1468-1529). Con una letra en castellano barroco, su versión actualizada "progresa" armónicamente hasta llegar a rock peso medio... Ya entiendo por qué las tiendas Gandhi clasificaban antes algunos discos de Jaramar como new age y ahora que se han informado arduamente los tienen en la sección de "música electrónica".

Jaramar siempre ha sido inclasificable, más por su extraordinaria calidad en general -imposible para alguien de clase ordinaria clasificarla- que por la extravagancia de alguna fusión rítmica (¿dónde quedó el género?), en su caso lo menos especial, así sea incomprensible, como la poesía, para un público embrutecido por la televisión comercial, entre otras toxinas. Y «Diluvio» es un disco para empaparse de Jaramar, de su creación y su trabajo en equipo, su cautivadora y seductora voz, como lo fue también esta "presentación en sociedad", que nos imbuyó de una presencia entrañable. Ojalá hubiera más gente como Jaramar y menos teleinvidentes. Ojalá hubiera un diluvio universal y el arca de Noé salvara nada más a Serrat, Jaramar y los amigos de ambos (espero estar entre ellos). ¡Al carajo la diversidad!

1) Al leer que la canción es gallega y del siglo XIII, recordé que Jaramar es considerada por algunos como "la Teresa Salgueiro de México", pues los idiomas gallego y portugués tienen un tronco común, pero ramificado hasta el siglo XV. Aun así, las voces de ambas cantantes me parecen muy diferentes, en parte porque el ritmo de «Mandad' ei comigo» transmite un estado de ánimo casi opuesto a la melancolía del fado. Al menos en este caso, Jaramar canta con más energía que Salgueiro, cuyo canto es generalmente dulce y suave, como en otros casos lo es también el de Jaramar... No sé quién cante mejor, pero puestos a escoger, prefiero a Jaramar, por razones que van más allá de la voz.
Las tres piezas de Martin Codax que incluye «Diluvio», por cierto, riman amigo, conmigo y el mar de Vigo a ritmos distintos, el primero vitalista, el segundo melancólico y el tercero plano y aburrido.

2) La letra original compuesta en español por Daniel C. Pineda, tal como se canta en Juchitán, ha de estar por ahí en una grabación de campo que yo mismo hice hace muchos años y que ya recuperaré para comparar con la versión que canta Jaramar. Por lo pronto, para conocer la letra en diidxazá, de Juan Stubi, también como se canta en Juchitán, recomiendo «Cantos de vida y muerte en el Istmo oaxaqueño», disco editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, que, además de las grabaciones de campo, incluye una investigación antropológica hecha con rigor científico por Violeta Torres Medina (sin créditos en el exterior del álbum).
«La última palabra» o «Guendanabani Xhianga Sicarú» (Cuan hermosa es la vida) es una canción sagrada para los zapotecos del Istmo oaxaqueño porque con ella se despiden de sus muertos. El arreglo arrabalero, por no decir sacrílego, de la versión que canta Jaramar no se presta para compartir con el público este dato, menos aún cuando ni siquiera es mencionado el autor.

[] Iván Rincón 8:29 PM

Noviembre 2 de 2008

Diluvio de soledades

Tema dos

Al salir de Radio UNAM, donde tuvo lugar el concierto de Jaramar, caminé hacia Insurgentes y en el camino sentí que una soledad infinita me invadía; más bien sentí que una soledad del tamaño de la ciudad me había tragado y yo caminaba por sus calles; en realidad sentí que una soledad monstruosa me aplastaba como aplasto yo a las cucarachas que allanan mi camino, y sentí que sobrevenía una crisis depresiva dentro de la depresión con la que "vivo" desde hace más de una década. Era uno de esos instantes críticos en los que depende por completo de la actitud que yo asuma y de lo que haga inmediatamente si recaigo o sigo adelante, me doy por vencido o peleo, no necesariamente hasta vencer, sino por lo menos hasta que suene la campana, permito que las "enfermedades de por sí" me derriben o las mantengo a ralla durante otro round, prácticamente como si no existieran, hasta que dejen de existir en realidad, así sea con el fin de mi existencia...

Así me sentí y decidí llevármela tranquila, tomármela con calma para que fuera leve. Es probable que la ciudad misma se haya solidarizado conmigo. Ante la máquina de tarjetas del metrobús, me quedé hipnotizado a saber cuánto tiempo, hasta que llegó un policía y me instruyó (desde que estuve en Acapulco el año pasado, no había visto que un policía sirviera para algo). Qué pinche caro es este relativo mérito del peje, pensé, y en la eternidad de la espera recordé que el Gran Hermano, antes carnal Marcelo, autorizó el aumento de tarifas a los peseros sin obligarlos a reparar, si no el daño que provocan sus emanaciones tóxicas, por lo menos las máquinas que producen esa contaminación, impune y sistemáticamente, concentrada y en cantidades industriales, como las fábricas del siglo pasado, pero con la diferencia de que el transporte público en manos privadas -aberración social heredada por Manuel Camacho a su cauda mediocre pero ambiciosa de sucesores- no fabrica nada... nada más que veneno y estrés.

Para llegar a Río Churubusco tuve que hacer dos viajes, el segundo en el paroxismo del tumulto. Por fortuna, era demasiado tarde para evadir la depresión en los cines del Manacar o cenar por allí, así que bebí los 237 mililitros de Ensure con sabor a nuez que guardaba en la mochila y tuvieron un efecto sustancial en la química de mi cerebro. Aunque no llevaba los zapatos adecuados, caminé hacia Coyoacán y en el camino sentí que la soledad había vuelto a ser mi aliada. No es la primera vez que una caminata desde Insurgentes y Río Churubusco hasta Coyoacán me sirve de terapia y proceso algunos de mis peores lastres. En Coyoacán aproveché que era media noche y seguía dando servicio El Jarocho, lugar al que he terminado por detestar con una fobia iracunda. Tenía un año de no tomar café, que suele ser uno de los pasos previos a mis recaídas alcohólicas, pero todo tuvo su justa y sabia medida, y nada pasó a mayores; no sufrí estragos inmediatos ni trastornos de ninguna índole; por el contrario, beber café ligero y bien servido (pequeño milagro) en el camino de Coyoacán a Portales Sur resultó una delicia comparable con la presencia de Jaramar, que también tuvo su lado frustrante. Sin exagerar, yo habría sido feliz con una hora más de concierto y otros diez minutos de charla, pero la cantante, aunque es sorprendentemente accesible y sencilla, parecía tener, en cambio, una gran urgencia de hacer mutis. Yo le hablaba de trivialidades y nimiedades abstrusas que, si acaso tenían alguna importancia, era la de parecer coincidencias telepáticas, y ella me miraba con cara de qué carajo me hablas, ¿para esas babosadas me retienes? Por lo visto, su percepción no compensaba mi dificultad para expresarme luego de que la tensión con que llegué a Radio UNAM había empequeñecido mi voz hasta dejarla como la del tuberculoso Vito Corleone, y supongo que mis "vibras" tampoco favorecían el encuentro físico, pues el tiempo de música en vivo no había sido suficiente para relajarme.

Excepcionalmente viajo en taxi y esta vez lo hice para llegar con media hora de anticipación. Si nunca llego tarde al cine, mucho menos a un concierto. Cuando alguien llega tarde al cine, jamás le permito que se siente a mi lado. "¿Está ocupado ese asiento?", me preguntan y, sin dejar de ver la película, contesto que sí, porque lo estoy ocupando yo con mi chamarra o mi mochila o mi comida y ellos pueden sentarse en las escaleras para no molestar a nadie con su retraso. Como esta vez no disponía de carro ni sabía llegar a Radio UNAM (que transmitiría en vivo de nueve a diez de la noche), salí a la calle a las ocho y tomé un taxi que, justo a la hora que yo esperaba llegar y seguramente a unos pasos de mi destino, perdió la brújula y me dio un viaje adicional durante media hora más, que yo dediqué a despotricar y escuchar disculpas estúpidas, pues el taxista no solo había perdido el norte, sino también la dignidad. Cerca de las nueve decidí bajar del taxi y buscar el lugar a pie, pero el hijo de la chingada pretendía que le pagara lo que marcaba el taxímetro. Busqué un billete de veinte pesos, o cincuenta, en el peor de los casos, cuando no me quedaba ni un ápice de calma para contar morralla, y lo menos que encontré fue un billete de cien, así que terminé pagando lo que el cabrón me cobraba. "Serías menos deshonesto si robaras sin hacer que uno pierda el tiempo", le dije, además de insultarlo y amenazarlo en vano. Durante el concierto, al ver gente del público tomando fotos, recordé que yo también llevaba una cámara con la que podía fotografiar al menos las placas del taxi para no dejar impune al conductor. Ni modo. Si en mi época de reportero generalmente olvidaba usar la cámara que a veces llevaba en la mochila, ahora con más "razón", por llamar así a la prisa, la neurosis y el ofuscamiento, y la falta de práctica.

Llegué corriendo a Radio UNAM seis o siete minutos tarde, cuando Jaramar cantaba la primera pieza, y la mujer que me vendió el boleto dijo que, "por disposición oficial", no podía pasar mientras Jaramar estuviera cantando. Entonces entré al baño y salí cuando la canción había terminado, pero el monigote que recogía los boletos no alcanzaba la capacidad mental necesaria para distinguir la música del ruido que tenía en la cabeza y quería impedirme la entrada hasta que terminara la siguiente canción, que todavía no empezaba. "Nada más que no puede pasar", dijo, como si además de estar sordo fuera disléxico. "¿Nada más?", le pregunté. "¿Quieres apostar?". Con la adrenalina en el cuello, decidí que si ese descerebrado no se quitaba de mi camino antes de que empezara la siguiente canción, pasaría encima de él. "Hazte a un lado", le dije. "Un segundo", contestó, y puso el oído en una de las puertas. Un segundo era lo que me quedaba de tolerancia. "Ya pasó el segundo", pensé, y el monigote abrió la puerta, diciendo: "Puede pasar". Entré quitándome la mochila de encima y espeté: "¡Claro que puedo! ¡Pedazo de pendejo!" Ignoro si ese personaje infrahumano, al que acompañaba una mujer, es gente de Jaramar o Radio UNAM, pero estuvo a punto de que yo me desquitara del taxista con su cara.

Al terminar la hora que Radio UNAM transmitió en vivo, se repitió un pasaje de mi adolescencia, cuando la misma estación dejó de transmitir un concierto de Amparo Ochoa en el Museo Universitario del Chopo y ella bromeó que entonces comenzaba la mejor parte, la que no podía salir al aire por ser la más colorada. "¡Ahora sí, ya podemos emborracharnos!", exclamó. "Tenemos que irnos", dijo la locutora en esta ocasión. "Ustedes se lo pierden", bromeó Jaramar. Al sonar la rúbrica del programa, Jaramar volvió a bromear: "¡Esa es la canción que yo quería a cantar!" El encore comenzó con «Flor de azalea» y, mientras la cantaba, pensé que, si por mí fuera, cantaría en seguida «La tortuga». Y Jaramar cantó en seguida «La tortuga» para despedirse con «La llorona», dos canciones oaxaqueñas. Por haber adivinado la primera, supuse ingenuamente que Jaramar seguiría cantando mucho tiempo más, porque yo quería escucharla mucho tiempo más, pero terminó su concierto y comenzó mi desconcierto al ver que tanto ella como el público tenían suficiente. Una hora y dos canciones (la última al aire fue «Flor de azalea») me sirvieron apenas para abrir boca...

Mi desconcierto comenzó, de hecho, unos minutos antes, cuando alguien se puso a fumar en cuanto acabó el programa de radio. Era alguien tras bastidores o en la puerta de la sala; no era nadie del público, y la pestilencia del cigarro me hizo notar que todavía no bajaba la adrenalina que llevaba hasta arriba cuando encontré dónde sentarme.

Después del concierto recordé otro pasaje, ahora de mi niñez. Compré un disco de Jaramar que me dejó los dedos embadurnados de pegamento, así que lo cambié yo mismo por uno que estuviera limpio, para lo cual saqué varios de una vez. Eso alteró a la mujer que los vendía y que desatendió a todos mientras yo no me diera por servido, no fuera la de malas... Así de malas seguían siendo mis "vibras", supongo. Y recordé la época infantil en que yo vendía los discos de mi padre al terminar sus funciones y una vez me robaron... sospecho que fue un niño menor que yo. El disco que compré, por cierto, es de nanas o canciones de cuna. Se llama «Duerme por la noche oscura» y está ilustrado por Jaramar misma, a quien pedí que me lo dedicara cuando sus demás admiradores dejaron de acosarla con peticiones de autógrafos y fotos a su lado, que ella complacía sin hacer distinciones. "¿Cuál es tu nombre?", me preguntó. "Mi nombre es Iván... Iván Rincón", le respondí haciendo una pésima imitación de James Bond que más bien parecía la de Vito Corleone, y ella se quedó pensando unos segundos, o quizá dejó de pensar unos segundos, al cabo de los cuales yo esperaba que dijera: "¡Así que tú eres Iván Rincón!", y en vez de una dedicatoria pusiera un tache, pero no ocurrió eso. Volteó a verme y preguntó: "¿Con y griega o latina?"

-Con i latina, como está escrito en tu perfil griego -le respondí en voz baja, casi al oído, pero casi puedo asegurar que ella había bloqueado mentalmente la respuesta para no volver a dispersarse.

"Para Iván Rincón, un abrazo muy grande, Jaramar", escribió.

[] Iván Rincón 9:48 AM